fbpx

25 de julio de 2020

AISLAMIENTO

Con su particular sentido del humor, la vida me regaló, casi en forma simultánea, una edad de riesgo y una pandemia. Hubiera alcanzado –no se hubiera molestado- con una enfermedad, una epidemia o una endemia, pero como la ocasión era especial se puso grandilocuente y recurrió a lo más contundente: la pandemia.

 

«Se llama cuarentena pero sólo serán 14 días», nos anunciaron. Aunque al momento de escribir esta crónica llevamos ya una tricuarentena de aislamiento social. Los efectos se fueron notando poco a poco: las horas de películas y series por televisión fueron en paulatino aumento, a la par de los kilos ganados a fuerza de experimentos culinarios caseros para ganarle al aburrimiento. La actividad física con instructores virtuales fue decayendo en entusiasmo a medida que el gasto en analgésicos y antiinflamatorios iba tomando proporciones preocupantes y la ansiedad inicial fue dando paso a la resignación, apatía y acostumbramiento a una realidad de náufragos, que miran al horizonte con la ñata contra el vidrio de las ventanas de los departamentos cuyas paredes parecen estrecharse cada día, para ir convirtiéndose casi en tubos de ensayo donde, en una inversión de roles, el virus todavía invicto nos observa desde afuera.

Viendo a nuestras familias en las pequeñas pantallas de los celulares, aprendiendo a utilizar aplicaciones que nos traigan a domicilio fragmentos del mundo exterior (un poco rotos y arrugados) en bicicleta, con los ingresos recortados, una vez más, por los creativos economistas que vuelven a pedir plata prestada, como lo hacían cuando eran chiquitos con sus abuelos, para comprar caramelos y figuritas,  y a la espera de una vacuna que nos saque de la jaula y que no tenga «efectos secundarios graves», el colectivo de la edad, que no quiere ser carroza, aguarda con esperanza que esta vez la tercera no sea la vencida.

 

Por Patricia Giglio
Translate »
Ir al contenido