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El uso de las máscaras se remonta a la más lejana antigüedad. Los griegos las empleaban en las fiestas dionisiacas. Los romanos durante las lupercales y las saturnales y además en las representaciones escénicas. Durante la Edad Media hubo mucha afición a los disfraces y a las máscaras, incluso en las fiestas religiosas. En los torneos, ciertos caballeros que no querían ser conocidos combatían con máscaras. Como todo, el mayor empleo de la máscara tenía efecto en Italia y, sobre todo, en Venecia, durante el Carnaval. Desde el siglo XVI al XVIII las damas adoptaron las máscaras con el nombre de antifaces para resguardarse del sol.
Los antifaces nos proponen mirar aquello de lo cotidiano de otra forma. El taller que se pensó en ese sentido exigió utilizar habilidades motrices, expresivas, creativas y un profundo espíritu artístico. Para ello, se eligió entre todos los materiales a utilizar y la mesa se fue poblando de creaciones colectivas.
Para el trabajo se pautaron tres fases de trabajo grupal: la primera fue utilizar los moldes de cartón y plástico para que cada niño del hogar realizara el propio, sobre goma eva; en un segundo momento, los colores, brillantinas y plumas fueron el centro de atención, por lo que cada nene dispuso de su creatividad y empeño para hacer que cada antifaz sea con impronta y decisiones subjetivas; por último, con la colocación del hilo en los extremos de la producción individual se pasó a ponérselos e inventar espacios escénicos llenos a aventuras por descubrir.
El momento de cierre fue maravilloso, los antifaces abrieron la posibilidad de jugar con la libertad de ser súper héroes, villanos, soñadores, etc.
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